EL MILITANTE SALTA – REDACCIÓN. – El 6 de septiembre de 1930 es una fecha oscura en la historia de Argentina. Ese día, el general José Félix Uriburu, apoyado por sectores conservadores y oligárquicos, encabezó el primer golpe de Estado del siglo XX en el país, derrocando al gobierno constitucional de Hipólito Yrigoyen. Este acto de fuerza no solo significó una violación flagrante de la Constitución Nacional, sino que abrió un camino de intervención militar en la política argentina que llevaría a décadas de inestabilidad, violencia y el progresivo deterioro de la democracia que tanto había costado conseguir.

Hasta ese momento, la democracia argentina se encontraba en un proceso de consolidación. La Revolución Radical de 1890, liderada por Leandro N. Alem, fue un punto de inflexión en la lucha contra el régimen conservador que manejaba el país en beneficio de una élite. La revolución puso de manifiesto la necesidad de reformas políticas profundas que culminaron con la Ley Sáenz Peña de 1912, que estableció el sufragio secreto y obligatorio, un hito en la historia política del país que permitió el acceso de nuevos sectores a la vida democrática.

Con esta ley, se abrió la posibilidad para que la ciudadanía participara activamente en la elección de sus representantes. Hipólito Yrigoyen, líder de la Unión Cívica Radical (UCR), se convirtió en el primer presidente elegido democráticamente bajo este nuevo sistema en 1916, iniciando así una nueva era de reformas y apertura política que intentaba superar las prácticas clientelistas y fraudulentas del pasado.

Sin embargo, el golpe de 1930 truncó ese proceso. Bajo el pretexto de la crisis económica global que golpeaba al país y una supuesta ineficiencia del gobierno de Yrigoyen, los militares, liderados por Uriburu, decidieron tomar las armas contra un gobierno democrático. La intromisión de las Fuerzas Armadas en la política marcó un antes y un después, mostrando un desprecio absoluto por la voluntad popular y por las instituciones republicanas que habían sido forjadas con tanta lucha y sacrificio.

Este acto de insubordinación y abuso de poder por parte de los militares estableció un peligroso precedente: la idea de que las Fuerzas Armadas podían y debían intervenir para «corregir» el rumbo político del país. Desde ese momento, Argentina entró en una espiral de golpes de Estado, fraudes electorales, proscripciones y dictaduras que se extendería durante buena parte del siglo XX, interrumpiendo continuamente los procesos democráticos y de construcción de una república basada en la legalidad y el respeto a las instituciones.

Uriburu impuso un régimen autoritario y represivo que intentó, sin éxito, establecer un Estado corporativista de corte fascista. Aunque su gobierno fue breve, la herida que abrió en la democracia argentina fue profunda y duradera. Lo siguió una década infame marcada por el fraude electoral, la represión y la corrupción, consolidando así una práctica política que desvirtuó el sistema democrático y preparó el terreno para futuras intervenciones militares.

El golpe del 6 de septiembre de 1930 no solo fue una traición a la Constitución y al pueblo argentino, sino también una traición a la historia de lucha por la democracia que se venía construyendo desde las primeras revoluciones radicales. En lugar de fortalecer la joven democracia argentina, los militares y sectores conservadores la destruyeron, generando un retroceso que tuvo consecuencias devastadoras para la estabilidad política, económica y social del país.

Jamás los militares debieron intervenir en la política, menos aún asaltando el poder y violando la Constitución Nacional. Los golpes de Estado no solo son actos de usurpación, sino que representan un fracaso de la política y del respeto a las normas fundamentales de una república. La lección del 6 de septiembre de 1930 es clara: la democracia debe defenderse con más democracia, con diálogo, participación y fortalecimiento de las instituciones, nunca con la fuerza de las armas o la imposición de voluntades autoritarias. La democracia es el único camino legítimo para construir un país justo, inclusivo y libre.