EL MILITANTE SALTA – POR IGNACIO UNZUÉ. – Desde sus orígenes, Argentina ha sido moldeada por hombres y mujeres que, más allá de las ideologías políticas, compartieron un elemento en común: la Masonería.
En las logias masónicas se forjaron los sueños de independencia, se discutieron los modelos de organización política y se gestaron los cimientos de lo que sería una nación próspera, justa y libre. Los próceres argentinos como José de San Martín, Manuel Belgrano, Bartolomé Mitre, y Domingo Faustino Sarmiento no sólo se comprometieron con el destino del país; también lo hicieron con un conjunto de principios masónicos de igualdad, justicia y progreso.
Fue bajo el liderazgo de estos hombres, muchos de ellos masones, que Argentina comenzó su viaje hacia la modernidad. Las bases de nuestra Constitución de 1853, la organización del Estado, la educación pública, las obras de infraestructura, y las primeras políticas sociales, todas estas fueron cimentadas en un marco de valores profundamente racionalistas, democráticos, y de ética pública. Estos líderes, influenciados por el pensamiento masónico, trazaron una senda para el desarrollo nacional que combinaba el progreso material con un compromiso ético hacia el bien común.
Sin embargo, la decadencia comenzó cuando la política dejó de lado estos valores fundamentales. Desde la década del 90, con la irrupción del menemismo, el rumbo del país se desvió hacia una espiral de desinstitucionalización, corrupción estructural, y neoliberalismo salvaje. Y aquí surge una pregunta incómoda: ¿qué cambió? Se dice que Carlos Menem no fue masón, y en esta afirmación quizás se encuentre una clave. Desde su gobierno en adelante, ningún líder masón ha tomado las riendas del país, y la consecuencia ha sido un Estado fallido, un tejido social roto, y una ciudadanía hastiada.
¿Es coincidencia que la decadencia de Argentina coincida con el alejamiento de los principios masónicos en el liderazgo político? Tal vez no. Tal vez lo que el país necesita hoy no es sólo un líder, sino un líder masón.
Un hombre o una mujer que, más allá de la pertenencia a una logia, incorpore los principios de fraternidad, igualdad, y progreso humano en la gestión del Estado. Un líder que no vea a la política como un negocio personal, sino como una herramienta para el desarrollo colectivo, que no use el poder para destruir instituciones, sino para fortalecerlas.
El resurgimiento de Argentina podría depender de un retorno a esos valores fundacionales. Porque la decadencia de los últimos años, con la corrupción y el cortoplacismo como guías, demuestra que el país necesita un líder con un profundo compromiso ético y una visión trascendental del destino nacional.
¿Hace falta entonces que gobierne un hombre o una mujer de la Masonería? Quizás la respuesta esté en nuestra propia historia, en esos tiempos donde la Nación creció bajo el compás y la escuadra, símbolos de orden, justicia, y progreso.