EL MILITANTE SALTA – POR INGNACIO UNZUÉ. – En una sociedad cada vez más marcada por la corrupción y el desprecio hacia los valores fundamentales, la frase escrita en la novela “La hoguera de las vanidades” de Tom Wolfe, que señala que «En esta sociedad corrupta, la moralidad es un lujo que pocos pueden permitirse», cobra un significado profundamente perturbador. Es como si la ética y los principios fueran monedas de cambio, relegadas a las sombras por aquellos que solo buscan su propio beneficio. e

Hoy, la política parece ser un juego de apariencias y ambiciones personales, donde los protagonistas se han olvidado de su rol fundamental: ser la voz de quienes los eligieron. La democracia, que debería ser un reflejo de la voluntad popular, se ha convertido en una pantomima donde los intereses particulares y los arreglos oscuros prevalecen sobre el bienestar general. Los políticos viven del pueblo, pero no lo representan; utilizan los recursos del Estado como su feudo personal, mientras la verdadera misión de servir ha sido sustituida por el ansia de poder y dinero.

La corrupción no es solo un acto de ilegalidad; es la más alta traición a los principios morales y a la confianza de la ciudadanía. Sin embargo, en esta sociedad, donde el «arreglo personal» se ha vuelto la norma, la moralidad se percibe como un lujo inalcanzable para quienes están inmersos en las aguas turbias del poder. El problema no es solo la corrupción en sí, sino la banalidad con la que se vive y se acepta, tanto por los dirigentes como por una sociedad que, agotada, comienza a normalizar lo que debería escandalizarnos.

La falta de principios en nuestros políticos es un reflejo de una crisis más profunda: la de una clase dirigente desconectada de los problemas reales de la gente. Viven en burbujas de privilegios, ciegos al dolor de un pueblo que, día a día, lucha contra la pobreza, la inseguridad y la falta de oportunidades. Para ellos, la política no es una vocación, sino un medio para llenar sus bolsillos y perpetuar su poder. Y mientras tanto, la fe y la esperanza del pueblo se desmoronan.

La moralidad, en este contexto, no debería ser un lujo. Debería ser el cimiento sobre el cual se construya toda acción política. Deberíamos exigir que aquellos que nos representan lo hagan con integridad, con un verdadero compromiso por el bien común. Deberíamos rechazar la normalización de la corrupción y la banalidad de los valores. Deberíamos recordar, como dice San Pablo, que «Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe»; así también, si la moral no es resucitada en la política, vana es nuestra democracia.

El pueblo merece algo más que discursos vacíos y promesas incumplidas. Merece líderes que no solo hablen de ética, sino que la vivan en cada acto. Merece una representación genuina que valore la moralidad no como un lujo, sino como una obligación fundamental. Es hora de reclamar esa resurrección de valores, de desafiar la corrupción con convicción y de devolverle a la política su verdadero propósito: servir al pueblo con honestidad y respeto.

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