EL MILITANTE SALTA – POR LIZY MEJÍAS. – En el corazón de la humanidad hay figuras que trascienden el tiempo y el espacio, ejemplos eternos de fe, amor y fortaleza. Entre ellas, la Virgen María se erige como un faro que ilumina el camino de aquellos que buscan esperanza en tiempos de incertidumbre. Su historia no es solo un relato antiguo; es un recordatorio constante de lo que significa decir «SÍ» a la voluntad divina, a la vida y al amor en su forma más pura.

Desde aquel momento de la Anunciación, cuando el Arcángel Gabriel le reveló que sería la madre del Salvador, María nos dio el ejemplo más grande de valentía y confianza. Frente a lo desconocido, ante el temor de lo que vendría, ella respondió con un «sí» que resonaría a través de los siglos. No fue un «sí» fácil ni superficial; fue el «sí» de una mujer que, en su humildad, abrazó su propósito con una fe que desafía cualquier comprensión humana.

María, con su «sí», recuperó a la humanidad, abriéndonos la puerta a la salvación. Su decisión no sólo cambió su vida, sino la de toda la humanidad. En ese acto de entrega total, no hay solo obediencia, sino un profundo sentido de amor y confianza en el plan divino. Nos enseña que, aunque el camino sea incierto, es la fe lo que nos sostiene, y es en ese acto de entrega donde radica nuestra verdadera fuerza.

A lo largo de su vida, María mostró una fortaleza admirable. No fue una fortaleza de imposición o de poder terrenal, sino una fortaleza forjada en el amor y la fe inquebrantable. Acompañó a su hijo Jesús en cada paso de su misión, desde la alegría de los primeros milagros hasta el dolor inmenso de la crucifixión. Allí, al pie de la cruz, permaneció firme, sosteniendo con su presencia el dolor del mundo y demostrando una vez más que el amor de una madre trasciende cualquier sufrimiento.

Pero la grandeza de María no se detiene en su dolor. Su liderazgo se hizo aún más evidente en el tiempo posterior a la resurrección de Jesús. Fue ella quien estuvo al frente de los apóstoles, guiándolos con su sabiduría y su serenidad, preparando sus corazones para la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. Como una verdadera madre y maestra, su presencia en esos momentos cruciales fue un pilar de fortaleza y unidad. No impuso su liderazgo, sino que lo encarnó con su ejemplo, con su fe serena que era capaz de infundir valor a quienes la rodeaban.

María es el ejemplo más claro de lo que significa liderar desde el amor, desde la humildad y desde la total entrega. Su vida es un llamado constante a cada uno de nosotros a responder con nuestro propio «sí» a los desafíos y oportunidades que se nos presentan. Es un llamado a ser valientes en la fe, a ser líderes en nuestras comunidades y a mantenernos firmes en el amor, incluso en los momentos más oscuros.

Hoy, en esta solemnidad de la Virgen María, recordamos su ejemplo y renovamos nuestro compromiso de seguir su camino. Que su fortaleza nos inspire, que su amor nos guíe y que su «sí» nos recuerde siempre el poder transformador de la fe vivida con humildad y entrega total.

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