EL MILITANTE SALTA – REDACCIÓN. – En el marco del Triduo del Milagro, hoy, 14 de setiembre, se contempla la Solemnidad del Señor Milagro, en un momento en que resulta oportuno y necesario reflexionar sobre el significado del Cristo como modelo de autoridad, de ciudadano, de hijo y hermano y como ser humano en su totalidad existencial.

Así, diremos que en  el insondable horizonte de la historia, en un mundo atravesado por la desacralización, la vanidad y la violencia de todo tipo, la figura de Cristo resplandece con luz incandescente, constituyéndose en una figura singular cuyas enseñanzas, vida y sacrificio han trazado un sendero de eternos valores que permanecen como faro de esperanza y guía moral.

En un mundo que se tambalea bajo el peso de sus propias contradicciones, donde el materialismo, la fragmentación y el egoísmo erosionan los cimientos de lo humano, el ejemplo del Cristo emerge con más urgencia y claridad, como el ideal supremo que convoca a la renovación del espíritu y la reconfiguración del alma colectiva.

El Señor, en su humildad y sencillez, simboliza la negación de las falsas glorias del poder y el prestigio. “Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra”, dijo en su célebre Sermón del Monte. Este principio de mansedumbre, hoy tan desvirtuado, nos llama a replantearnos la competitividad desmedida que rige nuestras interacciones, recordándonos que el verdadero liderazgo no radica en la dominación, sino en el servicio.

El Cristo que lavó los pies de sus discípulos representa la paradoja sublime del poder que se arrodilla y se pone al servicio del otro. Es un antídoto para el orgullo y la arrogancia que corroen las estructuras sociales contemporáneas.

Su mensaje de amor incondicional es quizás el más profundo legado que nos deja. En una sociedad marcada por la exclusión, la división y el rechazo al que es diferente, Cristo nos muestra que el amor verdadero no conoce barreras. “Ama a tu prójimo como a ti mismo”, nos insta, derrumbando las murallas del ego y la separación.

Este mandamiento, tan simple en su enunciado, se vuelve revolucionario cuando se aplica con plenitud: amar sin condiciones, sin esperar nada a cambio, como lo hizo Cristo en su acto supremo en la cruz. Su sacrificio no fue una derrota, sino la máxima expresión de su compromiso con la humanidad, un ejemplo de entrega total que nos recuerda la esencia misma de la solidaridad y el sacrificio por el bien común.

En el plano ético, la justicia que predicó Cristo va más allá de las leyes humanas. “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”, proclamó ante aquellos que, con piedras en mano, buscaban castigar a la mujer adúltera. Cristo nos revela que la verdadera justicia no se funda en el castigo o en la venganza, sino en la compasión y la misericordia. En una sociedad que rápidamente señala con el dedo y emite juicios, su mensaje nos invita a mirar al otro con la comprensión profunda que nace del amor, a perdonar incluso cuando parece imposible.

Además, la verdad que encarnó Cristo, no es una verdad de discursos vacíos o doctrinas rígidas, sino la verdad que se vive con autenticidad. “Yo soy el camino, la verdad y la vida”, dijo, instándonos a que nuestras vidas sean un reflejo de coherencia entre lo que creemos y lo que hacemos. En un mundo donde la verdad a menudo se manipula o relativiza, el ejemplo de Cristo nos llama a la integridad, a la fidelidad a principios que no cambian con las modas o las conveniencias del momento.

En última instancia, Cristo es la esperanza que trasciende el tiempo y el espacio. Su resurrección, la victoria definitiva sobre la muerte y el sufrimiento, nos habla de un futuro mejor, de la posibilidad de redención incluso en medio de las pruebas más oscuras. Para la sociedad actual, este mensaje es crucial: no estamos condenados al caos, al sufrimiento o a la desesperanza. En el ejemplo de Cristo, hay una promesa de renovación, de vida plena, de un horizonte de paz y justicia que podemos construir si caminamos bajo su luz.

Hoy, más que nunca, la figura del Cristo se erige como el paradigma esencial que nos invita a replantear nuestras prioridades y a reconfigurar nuestras sociedades en torno a los valores que Él encarnó: la humildad, el servicio, el amor, la compasión, la verdad y la esperanza. En su ejemplo, encontramos no solo un modelo de vida personal, sino un proyecto de humanidad que, si lo seguimos, podría llevarnos a una sociedad más justa, más humana y más divina.

Que su legado inspire en cada uno de nosotros el deseo de ser reflejo de ese ideal, y que su figura, tan profundamente ligada a lo mejor de nuestra naturaleza, sea el faro que ilumine nuestra senda hacia un mundo mejor.

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