EL MILITANTE SALTA – REDACCIÓN. – La historia, como un río que nunca deja de fluir, tiene la capacidad de devolvernos a su cauce, aun cuando intentemos desviarlo con acciones impulsivas. Una imagen reciente pone en evidencia esta realidad: a un lado, Néstor Kirchner, ordenando el retiro del cuadro de Jorge Rafael Videla del Colegio Militar; al otro, su propio busto siendo descolocado, como si el tiempo reclamara su turno para equilibrar las balanzas.

El acto de Kirchner, en su momento, fue presentado como una reparación histórica, un gesto político contundente para marcar el rechazo a la dictadura y sus crímenes. Sin embargo, esa acción también desató un debate sobre los límites de lo simbólico en la construcción del relato nacional. ¿Es legítimo borrar partes de nuestra historia, por más oscuras que sean? ¿No son esas mismas imágenes un recordatorio de lo que nunca debe repetirse?

Hoy, al ver cómo otras manos descolocan los símbolos que representaron al kirchnerismo, la ironía resulta inevitable. El gesto de retirar el busto de Néstor Kirchner no es sólo una respuesta política al desgaste de su legado; también es un recordatorio de que la historia no se somete fácilmente a las voluntades pasajeras. Los procesos históricos son mucho más complejos que un capricho ideológico, y sus ciclos siempre regresan para ajustar cuentas.

El karma no discrimina. Ayer fue Videla, hoy es Kirchner, y mañana, quién sabe. Pero la lección permanece: la historia no se borra; se aprende, se contextualiza y se entiende. Cada gesto de este tipo, cada cuadro retirado, cada busto derribado, no hace más que confirmar que lo que intentamos ocultar tarde o temprano vuelve a ocupar su lugar, aunque sea como eco, para recordarnos que ningún poder es eterno y ningún relato es absoluto.

La vida, como la historia, tiene su propia manera de cerrar los círculos.

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