EL MILITANTE SALTA – REDACCIÓN. – El Artículo 19 de nuestra Constitución Nacional es claro: «Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden ni a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están reservadas a Dios». Y bajo este principio, un presidente de la Nación tiene derecho a vestirse de gorila, hacer el amor con un elefante o tocar el ukelele en el living de su casa. Lo ampara la ley y su privacidad, como la de cualquier ciudadano, merece ser respetada.
Sin embargo, ser presidente no es sólo un cargo; es un acto de docencia cívica y un espejo en el que el país entero se refleja. Cuando el primer magistrado no guarda un mínimo de decoro sustancial, ese espejo se empaña, reflejando no liderazgo ni dignidad, sino frivolidad y mal gusto. El presidente representa a la Nación y, como tal, hay un límite entre lo privado y lo público que no puede traspasarse sin consecuencias para la institucionalidad.
Es ahí donde la tilinguería irrumpe, con tacos altos y lentejuelas, para dar clases magistrales de vergüenza ajena. Cada mañana, la actual pareja presidencial, conocida más por sus destrezas mediáticas que por su sentido de la discreción, nos recuerda que el escenario es su hábitat natural. No se trata de atacar su pasado como vedette, sino de comprender que hoy ocupa un lugar que exige más mesura y responsabilidad. Como bien decía César, «La mujer del César no solo debe ser honesta, sino además parecerlo». Y aquí, honestidad y buen gusto parecen estar en huelga.
El problema no es que la pareja presidencial viva su amor con intensidad o colorido; eso pertenece a su intimidad. El problema radica en que esa intimidad se ventila urbi et orbi, arrastrando con ella el prestigio y la sobriedad que deberían acompañar al más alto cargo del país. Lo que para otros es un reality show, para la investidura presidencial es una pérdida de respeto y seriedad.
En este país, donde la tilinguería parece haber asumido como primera dama, queda la reflexión: ¿Qué mensaje estamos dando a las futuras generaciones? Un presidente no puede ser sólo un personaje simpático o pintoresco; debe ser un referente, un faro moral y cívico, aunque ese estándar parezca hoy más lejano que nunca. Entre la chabacanería y la dignidad, siempre deberíamos elegir la segunda. Pero, al parecer, en estos tiempos, hasta eso es negociable.