EL MILITANTE SALTA – POR LIC. LIZY MEJÍAS. – En tiempos de incertidumbre y desorientación, cuando la sociedad parece haber perdido el rumbo y la esperanza se diluye en el desencanto, es necesario volver la mirada a los símbolos que han nutrido el espíritu humano a lo largo de los siglos.

Como mujer, como madre y como heredera del sentir social de Evita, encuentro que evocar hoy la magia de los Reyes Magos, no es un simple relato infantil sino que se constituye en la metáfora apropiada y profunda de revitalizar a los niños y a los jóvenes, como una necesidad espiritual para recuperarnos como nación.

Siempre recordamos a Melchor, Gaspar y Baltasar, aquellos tres sabios que, guiados por la Estrella de Belén, llegaron con oro, incienso y mirra para honrar al Niño Dios. Sin embargo, la tradición no ha guardado el nombre de un cuarto rey mago cuya historia ha quedado sumida en el olvido: Artabán, el astrónomo persa que, como sus compañeros, vendió todas sus posesiones para llevar ofrendas al Mesías. Su travesía, sin embargo, tomó un rumbo diferente, deteniendo una y otra vez su marcha para socorrer a los necesitados, dejando en el camino los regalos que había destinado para Jesús. En ese personaje, se consuela el profundo sentido del ayudar al prójimo.

Dice la leyenda que Artabán usó el zafiro para rescatar a un hombre de la esclavitud, entregó el rubí que portaba a una madre perseguida y, tras 33 años de búsqueda, llegó a Jerusalén justo cuando Cristo era crucificado. Ya no tenía ofrendas materiales, pero había dedicado su vida a servir a los demás. Entonces, fue que escuchó la voz de Jesús, diciéndole: “Todo lo que hiciste por los más pequeños, lo hiciste por mí”. En ese instante, comprendió que su peregrinaje no había sido en vano; su verdadera misión había sido el amor y la justicia. Dos categorías espirituales que la política supo traducir en la llamada, Justicia Social.

Hoy, más que nunca, la Argentina necesita su propia Epifanía. Necesitamos reencontrarnos con aquello que nos une como pueblo, rescatar la solidaridad genuina que alguna vez supimos cultivar y desterrar el cinismo que nos ha paralizado. La pobreza que nos atraviesa no es sólo material; es también una pobreza espiritual, una carencia de sentido colectivo que nos impide proyectar un futuro común.

La historia de Artabán nos deja una enseñanza vital: aquella que predica que la grandeza de una nación no se mide por sus riquezas, sino por su capacidad de cuidar a los más vulnerables, de sostenerse en la reciprocidad y en la confianza mutua. Hemos dejado de creer, no sólo en las instituciones, sino en nosotros mismos. Hemos permitido que la desilusión nos aísle, que la fragmentación nos debilite y que la desesperanza nos venza.

Pero aún estamos a tiempo. Como alguna vez fuimos niños y creímos en la magia de los Reyes, podemos recuperar la fe en un país mejor. Resucitemos a nuestro niño interior, aquel que aún conserva la pureza, la ilusión y la certeza de que otro destino es posible. Es hora de reconstruir la confianza, de apostar nuevamente a la comunidad, de entender que la única riqueza verdadera de una nación es la lealtad de su gente: lealtad a los amigos, a las ideas, a la Patria.

En este tiempo de sombras, hagamos de la Epifanía una promesa de luz. Volvamos a creer. Porque si algo nos enseñó Artabán, es que el camino del Bien siempre vale la pena, aunque no nos lleve a donde esperábamos, sino a donde realmente debemos estar.

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