EL MILITANTE SALTA – REDACCIÓN. – San Valentín es apenas un recordatorio, un día de calendario donde se nos invita a celebrar el amor. Pero el amor, en su verdadera esencia, no entiende de fechas ni de convenciones. Es un estado del alma, un reflejo de lo eterno que se proyecta en el tiempo. Como dice Desiderata, el amor es «perenne como la hierba», brota en la aurora de los corazones y persiste incluso en los inviernos más crudos de la existencia.
El amor no es un instante, no se reduce a gestos efímeros ni a artificios pasajeros. Es una realidad que nos atraviesa, nos construye y nos desgarra; un viaje en el que no transitan los cuerpos, sino las almas. En su travesía, el amor conoce luces y sombras, vergeles y desiertos, tempestades y calmas. Hay momentos en que brilla como un lucero en la noche más oscura y otros en que parece esfumarse, como una brisa que se aleja sin aviso. Pero incluso en el dolor de su ausencia, el amor persiste, porque es más que un sentimiento: es el reflejo de las estrellas en nuestros ojos, el eco de lo divino en nuestro ser.
Los amores humanos son apenas reflejos de esa inmensidad. A veces creemos haberlo perdido, sin saber que sigue latiendo en los rincones más inesperados. El amor es también memoria, presencia y destino. Es la fuerza que impulsa al universo, la energía que mantiene en movimiento el cosmos y que nos une a los demás, trascendiendo las fronteras del tiempo y del espacio.
San Valentín puede ser un pretexto, una excusa para mirar hacia adentro y recordar que el amor no necesita de un día para celebrarse. Es una constante en la historia de quienes han aprendido a ver más allá de lo inmediato, de quienes comprenden que amar es existir en la plenitud de lo que somos. Porque el amor es, y será siempre, la verdad más alta que nos sostiene y nos justifica.