EL MILITANTE SALTA – POR LIC. LIZI MEJÍAS. – ¿Qué es la historia sino el relato parcial que trazaron las plumas que la escribieron? Si pensamos que los historiadores han sido tan pocos en relación con la cantidad de hombres y sobre todo de mujeres que protagonizaron los hechos que ellos han contado, debemos decir entonces que la historia escrita es apenas la descripción final de hechos que millones que han quedado en las sombras del pasado.

Nombres ignotos, sacrificios olvidados y ¡tanto heroísmo soterrado!

Nuestra historia argentina recuerda para el homenaje a los principales protagonistas de las Gestas de la Independencia. Generales valerosos, hombres de talento superlativo; figuras consulares de su tiempo, estrategas con talla de Aníbal, de César o acaso con el valor de un Leónidas. Pero ellos constituyen el epítome del patriotismo de una sociedad. Y bien decir una sociedad, porque la Guerra de la Independencia no fue sólo el manifiesto heroico de unos cuantos próceres. En Salta, particularmente, epicentro insoslayable y fragua excluyente de la Libertad sudamericana, esa Gesta representa el concurso de todo un pueblo en armas. Porque junto al soldado, libraron esas batallas héroes anónimos y heroicas mujeres ¡Si, heroicas mujeres!

En el relato de nuestra independencia, las mujeres han sido, demasiadas veces, sombras desdibujadas en la historia oficial. Sin embargo, en la gesta de nuestra Libertad, ellas estuvieron allí, con la misma valentía y determinación que sus compañeros de armas. No fueron simples espectadoras ni meros apoyos de la causa. Lucharon, arriesgaron sus vidas y, en muchos casos, pagaron un precio demasiado alto por su audacia.

La historia le adeuda a la mujer el acápite más orlado y distinguido. Ese capítulo ilustre que reseñe la página más gloriosa de la mujer, en un episodio que resultó trascendental para las aspiraciones libertarias como fue la Batalla de Salta, librada el 20 de Febrero de 1813.

¿Dónde está la crónica que desanda las horas previas a ese encuentro de fuerzas? La reflexión que medite sobre la angustia, los corazones agitados y los nervios acerados de tantas mujeres que desde la tarde anterior preparaban sus enseres y ordenaban sus simples casas, algunas en ranchos, registrando con ojos lacrimosos esos adobes que cobijaron sueños, esperanzas y contuvieron el llanto de sus hijos; asaltadas por el pensamiento de que quizás, era la última vez que los contemplaran.

Pienso, y me asalta la emoción al pensar como madre, de qué manera se les dividía el alma a esas mujeres, decidiendo por una parte, el destinos de los hijos, tal vez a horas de convertirse en huérfanos y por otra ¡La aspiración de la Patria! ¡La Patria!

Ellas, analfabetas, ignorantes de los lejanos intereses que motivaban aquella disputa de territorio en nombre de un rey ignoto, que jamás vería salir el sol en estos lares, y por otro lado, un gobierno porteño, tal vez, tan lejano en sus intereses y sentires como aquellos españoles que avanzaban buscando arrebatarles lo poco que tenían que para ellas ¡Era todo!

Porque la guerra no distinguía sobre edades, condición social o estado civil. Eran abuelas algunas, que amojonaban a sus nietos en el abrazo junto al regazo en una premonitoria despedida de sus madres. Porque sus padres y sus hermanos ya formaban en el Campo de Castañares o entre los cerros circundantes a la ciudad, prestos a batirse contra el invasor, que desprevenido, esperaba al General Manuel Belgrano, mirando al Portezuelo.

Imagino la noche cayendo, mientras las sombras fantasmagóricas del fogón donde el caldero preparaba la comida simple, mientras aprontaban los últimos enseres domésticos, hilando, tejiendo, “lidiando con las guaguas”, que ausentes de la crueldad que campeaba en esas horas, sonreían con esos ojos inmensos que proporciona la inocencia. Tal vez, habrán paseado sus ojos por el entorno, pensando en que sería la última vez que verían el corral, desde los animales les devolvían su mirada impávida, en tanto terminaban de confeccionar la chuza, o afilar esa mitad de tijera con que tusaba a ese caballo que la llevaría al combate.  

Cuesta imaginar cuánto puede ser el amor por la tierra, por esa entelequia llamada Patria, que lo pedía todo a cambio de otra ilusión etérea ¡La Patria!

¡Cuántas de ellas, transido de dolor el pecho porque sabían de la ausencia del marido que ya había quedado tendido en alguna parte del paisaje saltojujeño o altoperuano defendiendo eso mismo que ellas iban a sostener ahora ¡La Patria!

Allá, en la oscuridad de la noche abigarrada del 19 de febrero de ese 1813, iban los nombres de las que se jugaron la vida en tantas jornadas de visita a los campamentos enemigos repartiendo sus bollos y sus encantos para contar a los efectivos, para registrar en sus memorias el número de carros, de vituallas, de armamentos. Allá van, en la misma oscuridad que les ha prodigado la historia.

Pienso, imagino, esas escenas repetidas en los andurriales donde se esparcían los ranchos detrás de las Lomas de Medeiros, o más allá del Río Vaqueros, a la vera del Camino Real, mientras la lluvia se desprendía indolente y furiosa desde un cielo tan oscuro como el pronostico de la Libertad por la que luchaban en esos momentos.

Pienso en Martina Silva de Gurruchaga, cortando a sable su pollera para convertirla en algo parecido a una bombacha gaucha que le permitiera montar al modo masculino; cabalgando bajo esa inclemente lluvia, rancho a rancho, animando a la peonada para que convirtieran la azada en arma ¡Y a esas mujeres! para que formaran la columna que en la mañana se derramaran desde los cerros del oeste como una furia de amazonas sobre el ala derecha de las fuerzas de Pío Tristán, que ante esa aparición fantasmagórica y desmelanada, pensando que se trataba de alguna caballería no prevista, diera la orden de replegarse hacia la ciudad de Salta, donde el combate se reseñaría casa por casa, hasta que las campanas y el poncho agitado desde una azotea indicaran que el triunfo era azul y blanco.

¡Sí! Porque en la Batalla de Salta, nuestra Bandera tuvo su bautismo de fuego.

Y me acuerdo de Juana Gabriela Moro, esa destacada patriota jujeña, por cuyo amor, Juan José Feliciano Fernández Campero -el Marqués de Yavi– cambió su lealtad a España por la causa patriota y se batió a las órdenes del General Belgrano contra el invasor realista.

Me acongoja el alma imaginar el momento de la refriega cuando tanta femineidad en armas se enfrentaba con inusual fiereza a soldados que habían batido a Napoleón. Las veo en medio del fragor de la batalla, ayudando a los heridos, trasponiendo las nubes del humo de los cañones, llevando un cántaro de agua indiferentes antes las bayonetas enemigas. Damas de la sociedad, mujeres de la peonada ¡Y esclavas, todavía reducidas a esa condición por la legislación hispana!

Allí, en medio, estaba entre otras,  María Remedios del Valle, afroargentina y más tarde conocida como la «Madre de la Patria», que acompañaba a su marido y a sus hijos desde Buenos Aires, cuando partió el Ejército del Norte. Tanto valor en esa negra hubo que el propio Belgrano la nombraría capitana del Ejército.  

Ya ganada la Batalla, cuántos hogares quedaron sin esposa, sin madre… Pero con la Patria salvada para la historia.

Esa misma historia que hasta hoy les ha negado el reconocimiento ganado con sangre. ¡Ya si no! ¿Cuántos nombres de mujeres apenas hemos podido consignar en esta crónica? ¿Y las tantas otras que quedaron en el campo o volvieron a sus hogares con heridas o mutilaciones? ¿Quién le agradece? Si la historia no ha recogido sus nombres. Son las patriotas sólo conocidas por Dios.

Tal vez, sea llegada la hora en que la historia a través de los gobiernos destaque el valor y heroísmo de aquellas anónimas almas femeninas que a la hora de la guerra fueron tanto como los hombres que la historia si registra.

¿Dónde está el monumento, el monolito, siquiera la placa que las memora?

Debiera acaso levantarse en el Monumento 20 de Febrero o en el histórico Campo de la Cruz, esa columna, ese monumento tan humilde como ellas, que por lo menos, en letras de bronce, le recuerde a los venideros que en ese sitio, aquel día glorioso de 1813, tantas mujeres derramaron su sangre para que florezca esta Patria que hoy nos permite ser lo que somos y que hacemos ahora.

¡Gloria a esas mujeres de la Independencia!